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domingo, 19 de abril de 2015

Proyecto Integrado: textos para comentario crítico


Tal y como os comenté, os dejo aquí los artículos con los que trabajaremos el comentario crítico de los textos argumentativos.

Los tres primeros (Muerte en la carretera, Telaraña y Seres humanos) son para trabajarlos en clase. De entre los tres siguientes (Me Gusta/no me gustaMira lo que hago y Hay Otros) tendréis que escoger dos de ellos y entregarme su comentario en las fechas fijadas. Os recuerdo que si no recibo los comentarios dentro del plazo, tendréis que hacer un examen para superar la asignatura.

La estructura del comentario es tal y como la hemos estado practicando en clase: tema, resumen, organización de las ideas y comentario crítico.


MUERTE EN LA CARRETERA

Más de setenta muertos se han cobrado ya las carreteras. Y aún no ha mediado la Navidad. Ni ha llegado la noche horrenda con la que tantos parecen querer despedir un año y recibir otro luciendo todas las galas de su ruidosa vulgaridad y su estulticia. ¿Qué cifras tendremos el siete de enero? ¿Qué siniestro regalo de vidas truncadas, familias deshechas, amores y amistades rotas, nos dejarán este año los Reyes Malos de la velocidad y los coches? ¿Cuántas soledades no empezarán estos días? ¿Cuántas miradas de amor no tendrán como objeto más que las fotografías?
Mueren los fumadores, víctimas de su placer. Mueren los bebedores y los drogadictos, víctimas de su insatisfacción. Mueren los enfermos, víctimas de males contra los que miles de científicos y médicos luchan a diario. Pero, ¿de qué es víctima quien muere en la carretera? ¿Del placer de la velocidad? ¿De la sensación de poder que da conducir una máquina poderosa y bella? ¿Del mal estado o trazado de las carreteras, o de fallos mecánicos? Éstos serían los menos. Tengo para mí que la mayoría muere a causa de la despreocupación y del azar. Serían síntomas que harían de esta muerte la más representativa de un estado de cosas en el que desde hace ya muchos años vivimos.
Sobre el azar poco hay que decir. Sólo que la carretera le da más posibilidades de jugar con nosotros de las que ha tenido nunca: dos máquinas buscando una circunstancia en la que su encuentro sea mortal para quienes van en ellas. Algo fatídico, en lo que cuentan décimas de segundo. En cuanto a la despreocupación, creo que tiene que ver con un relativismo extremo, resuelto en un nihilismo de masas que quita todo valor a todo; con el mercado y el consumo como leyes universales, impuestas con más rigor de lo que ningún credo religioso o político lo fue jamás; con la transmutación de valores que se opera en el universo de la publicidad, según el cual sólo se puede ser consumiendo, porque sólo se es lo que se tiene; con un sentido enfermo y compulsivo del viaje, que ha desaparecido como tal –ir placentera y tranquilamente de un lugar a otro– para convertirse en apurada llegada a una meta; con la confusión entre lo importante y lo urgente; con una aceleración y una prisa –las más de las veces injustificadas– que apremian como demonios interiores.  
¿Cómo podrían evitarse estas muertes? No sólo con la mejora de las carreteras o la revisión de los coches –lo que, desde luego, rebajaría mucho su número–, sino sobre todo con esa forma de autoestima y de amor a los otros que, en los conductores, se llama prudencia. El problema es que, si lo primero se logra con una buena gestión de los recursos públicos y la debida atención a nuestros coches, lo segundo es más difícil. Porque se conduce como se vive, se vive como se es o como nos obligan a ser; y cambiar el ser –o las condiciones que lo determinan– es más difícil que cambiar el firme de una carretera o el aceite de un coche. Es una cuestión, sobre todo, de valores.

Carlos Colón, en www.diariodesevilla.es (28 de diciembre de 2001).


TELARAÑA

He aquí la versión actual del hombre nuevo, aquel que, de una u otra forma, ha sido siempre el sueño de todas las revoluciones. Se trata de un ser que, adonde quiera que vaya, nunca tiene cobertura y por tanto permanece incontaminado, a salvo de cualquier basura mediática. Después de un esfuerzo heroico ha logrado eludir el humillante destino de llegar a este mundo con la única misión de ser un hombre-antena, un repetidor humano solo apto para recibir y trasmitir llamadas, mensajes, correos electrónicos. Este hombre nuevo se niega de raíz a contribuir a la contaminación del espacio con una cháchara idiota, como un insecto más en la telaraña. Las personas privilegiadas, como esta, son todavía escasas, ya que en ellas se realiza el mito platónico de la invisibilidad, un don de los dioses. Ya no hay playas desiertas ni existen parajes preservados. Todo el planeta ha sido conquistado y sometido a la red social. Es inútil buscar un lugar inaccesible donde refugiarse. La jodida telaraña lo envuelve todo, desde la gélida estratosfera hasta el íntimo sudor del petate y a través de la almohada penetra en el subconsciente desguarnecido de los humanos. Pero el individuo sin cobertura no tiene necesidad de huir, puesto que él es su propio refugio. El mito del hombre invisible, ese sortilegio que llenaba la imaginación de nuestra niñez, que te confería el poder de atravesar las paredes, de estar a la vez en todas y en ninguna parte, equivale a esa invisibilidad platónica que ostenta hoy el hombre sin cobertura. Se acerca el día en que lo más snob será que digan de ti: no ha llegado todavía, ya se ha marchado, no se le espera, no lo llames, nunca contesta, está y no está, no existe, esa es su naturaleza. ¿Qué ha hecho este individuo preclaro para merecer el privilegio de estar envuelto en una atmósfera intangible y ser absolutamente real?. Su móvil vibraba cada minuto reclamando más papilla. Ese aparato se había convertido en un testigo de sus miserias, en un delator al servicio de sus enemigos. De pronto un día se sintió perseguido y acorralado en la red por una multitud de seguidores y amigos que trataban de devorarlo. Cortó por lo sano, arrojó el móvil a un pozo y comenzó a vivir por dentro como un hombre nuevo, no como un insecto capturado.


Manuel Vicent, El País, 13-01-2013


SERES HUMANOS

Se debate acerca de si nos habríamos metido en la que estamos de haber mandado las mujeres. O más mujeres. Dejado claro que hacen falta más mujeres en los puestos altos de la política y en la dirección de las empresas, resulta dudoso que la feminidad suponga en sí misma un plus favorable. Como si por el simple hecho de ser mujer ya se poseyeran, de nacimiento, las cualidades necesarias para no conducir los asuntos al abismo: sensatez, capacidad de diálogo, sensibilidad hacia los demás, incapacidad para la especulación... Bueno, eso me parece francamente discriminatorio. Sería como decir que los negros bailan mejor porque están más dotados para el ritmo, o que los árabes pueden fabricar perfumes más interesantes porque tienen las fosas nasales más anchas, o que ser gay garantiza un olfato impecable para la decoración de interiores. Un disparate.
Sí es cierto que necesitamos otro tipo de personas, de cualquier sexo. Personas con valores distintos, cuyo sentido de la responsabilidad en el mando sea más importante que su tendencia a someterse a la falocracia del poder -en el sentido de mira qué grande que lo tengo, qué grande que soy, qué rico me he hecho-, hasta ahora tan en boga. Hombres y mujeres con principios. Que no contemplen el capital que se les ha dado para administrar, o el territorio político para el que deben trabajar, como un simple medio de autopromoción y de rapiña.
Conozco a unas cuantas mujeres que se consideran feministas y que no le harían ascos a una estafa de la pirámide como la de Madoff.
También conozco a otras que llegaron por sus propios méritos a los aledaños del poder. Una vez allí, al aspirar la viciada atmósfera de las cumbres, vomitaron y se fueron a casa.
Hombres de esta clase también conozco. Aunque menos.
                               
Maruja Torres, El País, 26/3/2009.

ME GUSTA / NO ME GUSTA

Mis alumnos no leen los periódicos. Ni en formato digital ni en papel. Las noticias llegan a ellos sin que sepan a ciencia cierta cómo y solo cuando tienen carga emocional. Tampoco son tan distintos a gran parte de la sociedad donde triunfa el género de la emo-noticia: violencia, amenazas, sexo, rarezas y escándalos.
No tienen una visión del mundo organizada, ni siquiera de su propia realidad. El mundo es un puzzle que no tienen interés en resolver. Se han alterado los pronombres personales y los tiempos verbales. De las seis personas sólo queda el yo y el nosotros. El selfie es una gran metáfora de la vida actual. Ya no interesa lo que ocurre alrededor sino lo que nos ocurre a nosotros: a mí y a mis amigos, a mí y a mi grupo. Las segundas y terceras personas han desaparecido por ajenas, problemáticas, difíciles. Más allá del yo y del nosotros está el abismo. En cuanto a los tiempos, el único que se conjuga es un presente perpetuo, un hoy renovado, eterno, que carece de historia. El pasado se desvanece sin rastro; en cuanto al futuro, una niebla intensa lo cubre. La historia y el tiempo han muerto.
Por eso, cada semana, estrenan canción, miedos o fobias. La vida simula una uniformidad engañosa: seis horas sentados en el aula, escuchando lecciones que apenas conectan con sus vidas. Después otras seis horas ante pantallas de distintos tamaños, absorbiendo, mirando, tecleando monosílabos y risas digitales. Creen que tienen el mundo en sus manos, y el mundo los tiene a ellos. Consiguen convencerlos de que la opción me gusta o no me gusta los hace protagonistas y que las emociones instintivas, son la única forma cool de sentirte vivo.
El sistema educativo se vuelve odioso porque pretende sacarlos de la maraña de emociones trucadas, eludir el “me gusta” o “no me gusta” y añadir molestas preguntas como “¿por qué?” O, peor todavía “¿cómo podemos cambiarlo?”. Un esfuerzo inútil porque, como Sísifo, cuando conseguimos subir unos metros la piedra a la montaña, el sensacionalismo informativo nos devuelve al punto de partida.
Una gran parte de mis alumnos piensan que estamos siendo invadidos por una horda de negros violentos que viene a ocupar nuestro país. No se lo discutas porque lo han visto en la televisión, con música amenazadora de fondo. La cosificación del ser humano, la xenofobia más burda entendida como miedo al extranjero, el racismo más evidente, borra como un vendaval los valores que pretendemos enseñar. No hay rastro de historia, de razones, ni de argumentos en la forma de presentar estas noticias. Solo el miedo a los otros, cultivado con primor para engordar un negocio infame. Pero, aunque tengamos lágrimas en los ojos, no nos rendimos. Mañana intentaremos explicarlo en clase, a pesar de vosotros.

Concha Caballero,  El País, 23/3/2014.


MIRA LO QUE HAGO

No por sabida la situación, impresionaba menos la fotografía que ilustraba el reportaje de Guillermo Altares del 10 de octubre en este diario: una patulea de sujetos ante La Gioconda, en el Museo del Louvre. El batiburrillo es tal que cuesta individualizarlos y contarlos, pero creo que son unos treinta (más no captaba el objetivo, pero seguro que más había), de los cuales sólo tres se puede asegurar que estén mirando –intentando mirar, mejor dicho– el pequeño cuadro. Mirándolo de veras. El resto está dedicado a hacerle estúpidas fotos con sus estúpidos móviles. Aún habría sido posible una imagen más escalofriante o deprimente, por lo que relataba el reportaje: la de una patulea equivalente dándole la espalda al famoso retrato (no muy atractivo, según mi criterio) para hacerse un selfie en el que se viera a cada visitante con la pintura al fondo, como adorno. Las últimas veces que estuve en esa sala, hace ya años, el panorama era desolador, pero no tanto. La gente se agolpaba ante La Gioconda –no recuerdo si se permitía fotografiarla entonces–, mientras desdeñaba uno o dos cuadros más de Leonardo da Vinci que se hallaban allí mismo, no digamos las maravillas de otros maestros repartidas por el museo. Pero al menos la marabunta no daba la espalda al objeto de veneración superficial, es decir, la “obra maestra” no había pasado a ser un mero escenario, un mero decorado de lo verdaderamente importante: uno mismo.
Es innegable que una de las causas de la imbecilización del mundo es la publicidad; que la humanidad lleve décadas sometida a ella –a un perpetuo bombardeo de ella– ha traído sus consecuencias. Mucha gente quiere ser cada vez más como la gente de ficción (y cretina) de la mayoría de los anuncios televisivos, y éstos han popularizado dos slogans particularmente nefastos: “Yo estuve allí” y “Este es un acontecimiento histórico e irrepetible”. Se considera “acontecimiento histórico” cualquier chorrada; desde la entrada de una tonadillera en la cárcel hasta la primera vez que Messi sale al campo disfrazado de senyera. Y sí, claro, todo es “histórico e irrepetible”, también este trivial momento en que yo escribo este artículo, pero a quién diablos le importa tamaña insignificancia. A cada individuo que presuma de “haber estado allí”, sea “allí” el Camp Nou con Messi vestido de bandera o la caída del Muro de Berlín en su día, habría que contestarle con crueldad merecida: “¿Y? ¿Tuvo usted alguna influencia? ¿Habría dejado de suceder la cosa si se hubiera ausentado? ¿Es usted mejor por haber formado parte de una masa? ¿No sabe que por televisión millones han visto lo mismo y podrían afirmar haber estado también allí, aunque no fuera cierto, y contarlo probablemente con más detalle?” Supongo que para combatir esta última pregunta están los selfies: “He aquí la prueba, véanme con La Gioconda como ornamento, o con el Adán de Miguel Ángel y su dedo”. Pero claro, resulta que la Capilla Sixtina recibe actualmente 22.000 turistas diarios, y nunca hay menos de 2.000 personas allí congregadas, una permanente muchedumbre. ¿Qué más da que esté usted ahí, sin mirar los frescos, si su supuesta “unicidad” la comparten millares a diario?
Todo es raro y contradictorio hoy en día. Demasiada gente ingenua se ha convencido de que cosa que cuelga en las redes (Facebook, Twitter o lo que sea), la va a contemplar el universo mundo, cuando lo más seguro es que pase tan inadvertida como las sesiones de diapositivas a que antaño se sometía a cuatro amistades cuando nuestros padres volvían de un viaje, o como los comentarios que se hacían en el café ante los compinches habituales. La gente está demasiado ocupada colgando sus fotos y lanzando sus tuits para molestarse en ver o leer los de los demás. El lema de nuestro tiempo debería ser: “Cada loco con su tema”, y el único tema –y de todos– es uno mismo. “Mira lo que me voy a comer”, y envían foto de un plato. “Mira dónde estoy”, y envían la de un vertedero o una puerta o la espantosa estatua gigante de una rana en el Paseo de Recoletos (ya hablé de esa afrenta). “Mira con quién estoy”, y arrojan la de un locutor o caricato con los que se han topado en la calle. “Mira lo que estoy viendo”, y ahí van sus selfies ante La Gioconda, proclamando que pueden estar viéndola, pero desde luego no mirándola.
Todo esto recuerda a los niños pequeños que precisan la constante atención de la madre o el padre: “Mamá, mira lo que hago”; “Mira, papá, ahora sin manos”. El niño necesita testigos para asegurarse de que efectivamente está en el mundo y existe (todavía se está acostumbrando a la novedad, y requiere confirmación incesante: ¿verdad que no soy una figuración, pues hago cosas y las veis?). Esa inseguridad inicial solía pasarse, y bastante pronto. Ahora da la impresión de que no se pasa nunca, de que las personas exigen contar con espectadores y espejos de todas sus actividades, hasta de las más vulgares. Un síntoma más de la creciente e inacabable puerilización del mundo. Uno se pregunta a veces si quedan muchos individuos capaces de disfrutar de algo sin ser contemplados en su disfrute. De un paseo, de un paisaje, de una obra maestra pictórica que no sea banalmente célebre, de un edificio o rincón en el que uno fije la vista por su cuenta, sin que se los hayan señalado una página web o una guía. Si queda algo autónomo y que se aprecie en sí mismo, y no como decorado de nuestro insaciable narcisismo.

Javier Marías, El País Semanal, 30-11-2014.


HAY OTROS

Llevamos una semana escarbando en el aterrador dolor de la tragedia aérea. Y del sufrimiento principal se van desgajando otros sufrimientos secundarios. Por ejemplo, cada vez que un medio titula a toda página con la depresión del copiloto, me parece escuchar cómo se remacha un clavo más en nuestro inmenso prejuicio a los desequilibrios psíquicos. Por todos los santos, ¿ahora también los depresivos se van a convertir en apestados? ¿Y después quiénes más? ¿Los tartamudos? Según la OMS, el 22% de los humanos sufrirá en algún momento de su vida una dolencia psíquica (yo la he tenido: crisis de angustia). Una proporción altísima. Pero además ese porcentaje es mucho más elevado en los artistas y en las personas creativas. Y, de hecho, abundan escandalosamente en la política. Según un estudio de 2006, el 29% de los presidentes de Estados Unidos sufrieron dolencias psíquicas estando en el cargo y el 49% presentaron rasgos de trastorno mental en otros momentos de su vida (lo cuenta David Owen en su ensayo En el poder y en la enfermedad). Abraham Lincoln o de De Gaulle sufrían profundas depresiones e ideas suicidas; Theodore Roosevelt, Lyndon Johnson y Winston Churchill fueron bipolares… Al igual que Virginia Woolf, Hemingway, Beethoven y, probablemente, Leonardo da Vinci. También era muy depresiva Marie Curie; Einstein fue diagnosticado como disléxico y autista; Van Gogh, Nietzsche y el Nobel John Nash padecieron esquizofrenia. Hay infinitos ejemplos: sus nombres no caben en esta columna. ¿Qué habría sido de la humanidad sin la mayoría de estos personajes? Pero cuando usamos la cruel simplificación del loco nunca pensamos en ellos. Lubitz no tiró el avión por su depresión, sino porque era incapaz de sentir compasión. Porque era malo. Pobres padres.

Rosa Montero, El País, 31 marzo 2015.

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