Tal y como os comenté, os dejo aquí los artículos con los que trabajaremos el comentario crítico de los textos argumentativos.
Los tres primeros (Muerte en la carretera, Telaraña y Seres humanos) son para trabajarlos en clase. De entre los tres siguientes (Me Gusta/no me gusta, Mira lo que hago y Hay Otros) tendréis que escoger dos de ellos y entregarme su comentario en las fechas fijadas. Os recuerdo que si no recibo los comentarios dentro del plazo, tendréis que hacer un examen para superar la asignatura.
La estructura del comentario es tal y como la hemos estado practicando en clase: tema, resumen, organización de las ideas y comentario crítico.
Más
de setenta muertos se han cobrado ya las carreteras. Y aún no ha mediado la
Navidad. Ni ha llegado la noche horrenda con la que tantos parecen querer
despedir un año y recibir otro luciendo todas las galas de su ruidosa vulgaridad
y su estulticia. ¿Qué cifras tendremos el siete de enero? ¿Qué siniestro regalo
de vidas truncadas, familias deshechas, amores y amistades rotas, nos dejarán
este año los Reyes Malos de la velocidad y los coches? ¿Cuántas soledades no
empezarán estos días? ¿Cuántas miradas de amor no tendrán como objeto más que
las fotografías?
Mueren
los fumadores, víctimas de su placer. Mueren los bebedores y los drogadictos,
víctimas de su insatisfacción. Mueren los enfermos, víctimas de males contra
los que miles de científicos y médicos luchan a diario. Pero, ¿de qué es
víctima quien muere en la carretera? ¿Del placer de la velocidad? ¿De la
sensación de poder que da conducir una máquina poderosa y bella? ¿Del mal
estado o trazado de las carreteras, o de fallos mecánicos? Éstos serían los
menos. Tengo para mí que la mayoría muere a causa de la despreocupación y del
azar. Serían síntomas que harían de esta muerte la más representativa de un
estado de cosas en el que desde hace ya muchos años vivimos.
Sobre
el azar poco hay que decir. Sólo que la carretera le da más posibilidades de
jugar con nosotros de las que ha tenido nunca: dos máquinas buscando una
circunstancia en la que su encuentro sea mortal para quienes van en ellas. Algo
fatídico, en lo que cuentan décimas de segundo. En cuanto a la despreocupación,
creo que tiene que ver con un relativismo extremo, resuelto en un nihilismo de
masas que quita todo valor a todo; con el mercado y el consumo como leyes
universales, impuestas con más rigor de lo que ningún credo religioso o
político lo fue jamás; con la transmutación de valores que se opera en el
universo de la publicidad, según el cual sólo se puede ser consumiendo, porque
sólo se es lo que se tiene; con un sentido enfermo y compulsivo del viaje, que
ha desaparecido como tal –ir placentera y tranquilamente de un lugar a otro–
para convertirse en apurada llegada a una meta; con la confusión entre lo
importante y lo urgente; con una aceleración y una prisa –las más de las veces
injustificadas– que apremian como demonios interiores.
¿Cómo podrían evitarse estas muertes?
No sólo con la mejora de las carreteras o la revisión de los coches –lo que,
desde luego, rebajaría mucho su número–, sino sobre todo con esa forma de
autoestima y de amor a los otros que, en los conductores, se llama prudencia.
El problema es que, si lo primero se logra con una buena gestión de los
recursos públicos y la debida atención a nuestros coches, lo segundo es más
difícil. Porque se conduce como se vive, se vive como se es o como nos obligan
a ser; y cambiar el ser –o las condiciones que lo determinan– es más difícil
que cambiar el firme de una carretera o el aceite de un coche. Es una cuestión,
sobre todo, de valores.
He aquí la versión actual del hombre nuevo, aquel que, de
una u otra forma, ha sido siempre el sueño de todas las revoluciones. Se trata
de un ser que, adonde quiera que vaya, nunca tiene cobertura y por tanto
permanece incontaminado, a salvo de cualquier basura mediática. Después de un
esfuerzo heroico ha logrado eludir el humillante destino de llegar a este mundo
con la única misión de ser un hombre-antena, un repetidor humano solo apto para
recibir y trasmitir llamadas, mensajes, correos electrónicos. Este hombre nuevo
se niega de raíz a contribuir a la contaminación del espacio con una cháchara
idiota, como un insecto más en la telaraña. Las personas privilegiadas, como esta,
son todavía escasas, ya que en ellas se realiza el mito platónico de la
invisibilidad, un don de los dioses. Ya no hay playas desiertas ni existen
parajes preservados. Todo el planeta ha sido conquistado y sometido a la red
social. Es inútil buscar un lugar inaccesible donde refugiarse. La jodida
telaraña lo envuelve todo, desde la gélida estratosfera hasta el íntimo sudor
del petate y a través de la almohada penetra en el subconsciente desguarnecido
de los humanos. Pero el individuo sin cobertura no tiene necesidad de huir,
puesto que él es su propio refugio. El mito del hombre invisible, ese
sortilegio que llenaba la imaginación de nuestra niñez, que te confería el
poder de atravesar las paredes, de estar a la vez en todas y en ninguna parte,
equivale a esa invisibilidad platónica que ostenta hoy el hombre sin cobertura.
Se acerca el día en que lo más snob será que digan de ti: no ha llegado
todavía, ya se ha marchado, no se le espera, no lo llames, nunca contesta, está
y no está, no existe, esa es su naturaleza. ¿Qué ha hecho este individuo
preclaro para merecer el privilegio de estar envuelto en una atmósfera
intangible y ser absolutamente real?. Su móvil vibraba cada minuto reclamando
más papilla. Ese aparato se había convertido en un testigo de sus miserias, en
un delator al servicio de sus enemigos. De pronto un día se sintió perseguido y
acorralado en la red por una multitud de seguidores y amigos que trataban de
devorarlo. Cortó por lo sano, arrojó el móvil a un pozo y comenzó a vivir por
dentro como un hombre nuevo, no como un insecto capturado.
Manuel Vicent, El País, 13-01-2013
Se debate acerca de si
nos habríamos metido en la que estamos de haber mandado las mujeres. O más
mujeres. Dejado claro que hacen falta más mujeres en los puestos altos de la
política y en la dirección de las empresas, resulta dudoso que la feminidad
suponga en sí misma un plus favorable. Como si por el simple hecho de ser mujer
ya se poseyeran, de nacimiento, las cualidades necesarias para no conducir los
asuntos al abismo: sensatez, capacidad de diálogo, sensibilidad hacia los
demás, incapacidad para la especulación... Bueno, eso me parece francamente
discriminatorio. Sería como decir que los negros bailan mejor porque están más
dotados para el ritmo, o que los árabes pueden fabricar perfumes más
interesantes porque tienen las fosas nasales más anchas, o que ser gay
garantiza un olfato impecable para la decoración de interiores. Un disparate.
Sí es cierto que
necesitamos otro tipo de personas, de cualquier sexo. Personas con valores
distintos, cuyo sentido de la responsabilidad en el mando sea más importante
que su tendencia a someterse a la falocracia del poder -en el sentido de mira
qué grande que lo tengo, qué grande que soy, qué rico me he hecho-, hasta ahora
tan en boga. Hombres y mujeres con principios. Que no contemplen el capital que
se les ha dado para administrar, o el territorio político para el que deben
trabajar, como un simple medio de autopromoción y de rapiña.
Conozco a unas cuantas mujeres que se
consideran feministas y que no le harían ascos a una estafa de la pirámide como
la de Madoff.
También conozco a otras
que llegaron por sus propios méritos a los aledaños del poder. Una vez allí, al
aspirar la viciada atmósfera de las cumbres, vomitaron y se fueron a casa.
Hombres de esta clase también conozco.
Aunque menos.
Maruja Torres, El País,
26/3/2009.
Mis alumnos no leen los
periódicos. Ni en formato digital ni en papel. Las noticias llegan a ellos sin
que sepan a ciencia cierta cómo y solo cuando tienen carga emocional. Tampoco
son tan distintos a gran parte de la sociedad donde triunfa el género de la
emo-noticia: violencia, amenazas, sexo, rarezas y escándalos.
No tienen una visión del
mundo organizada, ni siquiera de su propia realidad. El mundo es un puzzle que
no tienen interés en resolver. Se han alterado los pronombres personales y los
tiempos verbales. De las seis personas sólo queda el yo y el nosotros. El selfie es
una gran metáfora de la vida actual. Ya no interesa lo que ocurre alrededor
sino lo que nos ocurre a nosotros: a mí y a mis amigos, a mí y a mi grupo. Las
segundas y terceras personas han desaparecido por ajenas, problemáticas,
difíciles. Más allá del yo y del nosotros está el abismo. En cuanto a los
tiempos, el único que se conjuga es un presente perpetuo, un hoy renovado,
eterno, que carece de historia. El pasado se desvanece sin rastro; en cuanto al
futuro, una niebla intensa lo cubre. La historia y el tiempo han muerto.
Por eso, cada semana,
estrenan canción, miedos o fobias. La vida simula una uniformidad engañosa:
seis horas sentados en el aula, escuchando lecciones que apenas conectan con
sus vidas. Después otras seis horas ante pantallas de distintos tamaños, absorbiendo,
mirando, tecleando monosílabos y risas digitales. Creen que tienen el mundo en
sus manos, y el mundo los tiene a ellos. Consiguen convencerlos de que la
opción me gusta o no me gusta los hace protagonistas y que las emociones
instintivas, son la única forma cool de sentirte vivo.
El sistema educativo se
vuelve odioso porque pretende sacarlos de la maraña de emociones trucadas,
eludir el “me gusta” o “no me gusta” y añadir molestas preguntas como “¿por
qué?” O, peor todavía “¿cómo podemos cambiarlo?”. Un esfuerzo inútil porque,
como Sísifo, cuando conseguimos subir unos metros la piedra a la montaña, el
sensacionalismo informativo nos devuelve al punto de partida.
Una gran parte de mis
alumnos piensan que estamos siendo invadidos por una horda de negros violentos
que viene a ocupar nuestro país. No se lo discutas porque lo han visto en la
televisión, con música amenazadora de fondo. La cosificación del ser humano, la
xenofobia más burda entendida como miedo al extranjero, el racismo más
evidente, borra como un vendaval los valores que pretendemos enseñar. No hay
rastro de historia, de razones, ni de argumentos en la forma de presentar estas
noticias. Solo el miedo a los otros, cultivado con primor para engordar un
negocio infame. Pero, aunque tengamos lágrimas en los ojos, no nos rendimos.
Mañana intentaremos explicarlo en clase, a pesar de vosotros.
Concha
Caballero, El País, 23/3/2014.
No
por sabida la situación, impresionaba menos la fotografía que ilustraba el reportaje de Guillermo Altares del 10 de
octubre en este diario: una patulea de sujetos ante La Gioconda, en el Museo
del Louvre. El batiburrillo es tal que cuesta individualizarlos y contarlos,
pero creo que son unos treinta (más no captaba el objetivo, pero seguro que más
había), de los cuales sólo tres se puede asegurar que estén mirando –intentando
mirar, mejor dicho– el pequeño cuadro. Mirándolo de veras. El resto está
dedicado a hacerle estúpidas fotos con sus estúpidos móviles. Aún habría sido
posible una imagen más escalofriante o deprimente, por lo que relataba el
reportaje: la de una patulea equivalente dándole la espalda al famoso retrato
(no muy atractivo, según mi criterio) para hacerse un selfie en el que se viera a cada visitante con la
pintura al fondo, como adorno. Las últimas
veces que estuve en esa sala, hace ya años, el panorama era desolador, pero no
tanto. La gente se agolpaba ante La Gioconda –no recuerdo si se permitía
fotografiarla entonces–, mientras desdeñaba uno o dos cuadros más de Leonardo
da Vinci que se hallaban allí mismo, no digamos las maravillas de otros
maestros repartidas por el museo. Pero al menos la marabunta no daba la espalda
al objeto de veneración superficial, es decir, la “obra maestra” no había
pasado a ser un mero escenario, un mero decorado de lo verdaderamente
importante: uno mismo.
Es
innegable que una de las causas de la imbecilización del mundo es la
publicidad; que la humanidad lleve décadas sometida a ella –a un perpetuo
bombardeo de ella– ha traído sus consecuencias. Mucha gente quiere ser cada vez
más como la gente de ficción (y cretina) de la mayoría de los anuncios
televisivos, y éstos han popularizado dos slogans particularmente nefastos: “Yo
estuve allí” y “Este es un acontecimiento histórico e irrepetible”. Se
considera “acontecimiento histórico” cualquier chorrada; desde la entrada de
una tonadillera en la cárcel hasta la primera vez que Messi sale al campo disfrazado
de senyera. Y sí, claro, todo es “histórico e irrepetible”, también este
trivial momento en que yo escribo este artículo, pero a quién diablos le
importa tamaña insignificancia. A cada individuo que presuma de “haber estado
allí”, sea “allí” el Camp Nou con Messi vestido de bandera o la caída del Muro
de Berlín en su día, habría que contestarle con crueldad merecida: “¿Y? ¿Tuvo
usted alguna influencia? ¿Habría dejado de suceder la cosa si se hubiera
ausentado? ¿Es usted mejor por haber formado parte de una masa? ¿No sabe que
por televisión millones han visto lo mismo y podrían afirmar haber estado
también allí, aunque no fuera cierto, y contarlo probablemente con más
detalle?” Supongo que para combatir esta última pregunta están los selfies: “He aquí la prueba, véanme con La Gioconda
como ornamento, o con el Adán de Miguel Ángel y su dedo”. Pero claro, resulta
que la Capilla Sixtina recibe actualmente 22.000 turistas diarios, y nunca hay menos de 2.000 personas allí
congregadas, una permanente muchedumbre. ¿Qué más da que esté usted ahí, sin
mirar los frescos, si su supuesta “unicidad” la comparten millares a diario?
Todo
es raro y contradictorio hoy en día. Demasiada gente ingenua se ha convencido
de que cosa que cuelga en las redes (Facebook, Twitter o lo que sea), la va a
contemplar el universo mundo, cuando lo más seguro es que pase tan inadvertida
como las sesiones de diapositivas a que antaño se sometía a cuatro amistades
cuando nuestros padres volvían de un viaje, o como los comentarios que se hacían
en el café ante los compinches habituales. La gente está demasiado ocupada
colgando sus fotos y lanzando sus tuits para molestarse en ver o leer los de
los demás. El lema de nuestro tiempo debería ser: “Cada loco con su tema”, y el
único tema –y de todos– es uno mismo. “Mira lo que me voy a comer”, y envían
foto de un plato. “Mira dónde estoy”, y envían la de un vertedero o una puerta
o la espantosa estatua gigante de una rana en el Paseo de Recoletos (ya hablé
de esa afrenta). “Mira con quién estoy”, y arrojan la de un locutor o caricato
con los que se han topado en la calle. “Mira lo que estoy viendo”, y ahí van
sus selfies ante La Gioconda, proclamando que pueden
estar viéndola, pero desde luego no mirándola.
Todo
esto recuerda a los niños pequeños que precisan la constante atención de la
madre o el padre: “Mamá, mira lo que hago”; “Mira, papá, ahora sin manos”. El
niño necesita testigos para asegurarse de que efectivamente está en el mundo y
existe (todavía se está acostumbrando a la novedad, y requiere confirmación
incesante: ¿verdad que no soy una figuración, pues hago cosas y las veis?). Esa
inseguridad inicial solía pasarse, y bastante pronto. Ahora da la impresión de
que no se pasa nunca, de que las personas exigen contar con espectadores y
espejos de todas sus actividades, hasta de las más vulgares. Un síntoma más de
la creciente e inacabable puerilización del mundo. Uno se pregunta a veces si
quedan muchos individuos capaces de disfrutar de algo sin ser contemplados en
su disfrute. De un paseo, de un paisaje, de una obra maestra pictórica que no
sea banalmente célebre, de un edificio o rincón en el que uno fije la vista por
su cuenta, sin que se los hayan señalado una página web o una guía. Si queda
algo autónomo y que se aprecie en sí mismo, y no como decorado de nuestro
insaciable narcisismo.
Javier Marías, El País Semanal,
30-11-2014.
Llevamos
una semana escarbando en el aterrador dolor de la tragedia aérea. Y del
sufrimiento principal se van desgajando otros sufrimientos secundarios. Por
ejemplo, cada vez que un medio titula a toda página con la depresión del
copiloto, me parece escuchar cómo se remacha un clavo más en nuestro inmenso
prejuicio a los desequilibrios psíquicos. Por todos los santos, ¿ahora también
los depresivos se van a convertir en apestados? ¿Y después quiénes más? ¿Los
tartamudos? Según la OMS, el 22% de los humanos sufrirá en algún momento de su
vida una dolencia psíquica (yo la he tenido: crisis de angustia). Una
proporción altísima. Pero además ese porcentaje es mucho más elevado en los
artistas y en las personas creativas. Y, de hecho, abundan escandalosamente en
la política. Según un estudio de 2006, el 29% de los presidentes de Estados
Unidos sufrieron dolencias psíquicas estando en el cargo y el 49% presentaron
rasgos de trastorno mental en otros momentos de su vida (lo cuenta David Owen
en su ensayo En el poder y en la enfermedad). Abraham Lincoln
o de De Gaulle sufrían profundas depresiones e ideas suicidas; Theodore
Roosevelt, Lyndon Johnson y Winston Churchill fueron bipolares… Al igual que
Virginia Woolf, Hemingway, Beethoven y, probablemente, Leonardo da Vinci.
También era muy depresiva Marie Curie; Einstein fue diagnosticado como
disléxico y autista; Van Gogh, Nietzsche y el Nobel John Nash padecieron esquizofrenia.
Hay infinitos ejemplos: sus nombres no caben en esta columna. ¿Qué habría sido
de la humanidad sin la mayoría de estos personajes? Pero cuando usamos la cruel
simplificación del loco nunca pensamos en ellos. Lubitz no
tiró el avión por su depresión, sino porque era incapaz de sentir compasión.
Porque era malo. Pobres padres.
Rosa
Montero, El País, 31 marzo 2015.